El progresivo, inevitable y beneficioso incremento de bicicletas en las ciudades genera fricción.
Todos sabemos que la innovación va por delante de la legislación. Primero sucede algo y luego se regula, o para ser exactos, primero se prohíbe y luego se piensa en qué hacer.
Los primeros automóviles eran tan escasos que su impacto, más allá de la gran sorpresa, interés y en ocasiones miedo que generaban, no suponían un problema para la convivencia, ya que las probabilidades de cruzarse con uno eran escasas.
Percepciones de lo correcto e incorrecto
Cuando somos pocos nos autorregulamos en base a las normas de respeto, convivencia y buena educación.
Sin embargo, cuando el grupo crece, las percepciones de lo correcto y lo incorrecto se diversifican y donde yo pensaba que era así, tú creías que era de otro modo.
Para pacificar las relaciones, el legislador impone normas: en rojo paras y en verde pasas. Parece sencillo y lógico. Se evitan accidentes, se agiliza el tráfico y se capan criterios, son las normas te gusten o no.
Para muchos las normas son una suerte de derecho irrenunciable: ¡tengo preferencia! Y cuando alguien, otro conductor, peatón o ciclista realiza una maniobra “ilegal” le recrimino con vehemencia, no importa si me ha molestado o si ha puesto en peligro a alguien, simplemente ¡tengo preferencia!
El incremento de bicicletas en la ciudad genera fricción
La vía pública está llena de infractores. Todos cometemos a diario delitos menores como cruzar por donde no hay un paso de cebra, acelerar para evitar el inevitable rojo que sigue a un semáforo en ámbar, usar el móvil, obviar un stop cuando la consideramos que la visibilidad es óptima, y sobre todo la velocidad, si se multasen todos los excesos a diario no imagino la millonaria cifra que recaudaría la DGT.
El progresivo, inevitable y beneficioso incremento de bicicletas en las ciudades genera fricción. Somos una especie invasora, hasta hace poco no estábamos ahí y hemos llegado en un momento en el que las normas no nos consideraban.
Andamos ligeros de derechos porque la mayoría están en manos de los conductores que prácticamente siempre tienen preferencia y que a veces aceleran para poder tocar el claxon.
La construcción de carriles bici es en detrimento de espacios que antes estaban destinados a aparcar o circular. Y si se limita la velocidad a 30 por donde antes se podía ir a 50 km/h, provocamos que el tráfico sea más lento.
No vemos el beneficio general, sólo percibimos que, al regular para proteger a otros, les estamos dando derechos que antes eran nuestros.
En un viaje a California me sorprendió no encontrar ninguna rotonda, y que los cruces se resolvían con sendas señales de Stop en cada uno de los cuatro puntos de la intersección.
Los conductores simplemente negociaban las preferencias y pasaban sin necesidad de semáforos.
En ese momento fui consciente de que cuánto más regulamos más derechos otorgamos y eso genera fricción exponencialmente.
Obviamente las reglas son necesarias para ordenar, facilitar y prevenir accidentes, pero el peligro de la hiper regulación tiene efectos perniciosos para las relaciones humanas. Se encasillan los derechos y se limita la interacción, el respeto y la amabilidad se oxidan si uno no los usa a menudo.
Pedaleando por el barrio de Gracia de Barcelona para ir a una reunión tuve la oportunidad de saludar a un repartidor que bloqueaba el paso en una calle estrecha con las puertas de su furgoneta abiertas porque estaba descargando un par de cajas en un comercio local:
- “Perdona, es un momento” me dijo.
- “No te preocupes, buenos días”.
Cambio esta breve conversación por todos los semáforos del mundo.